Bella se sentía mejor por la mañana. Tomó las píldoras que le habían dado, desayunó, se ocupó de Aengus y se fue a trabajar. La señorita Stanley la saludó de mal humor, expresó la esperanza de que cuidara de no transmitirle el constipado y le dio suficiente trabajo para mantenerla ocupada el resto del día. Lo cual a Bella le pareció perfecto, ya que no tuvo tiempo de pensar en el profesor. Lo cual no impidió que anhelara poder verlo mientras se movía por el hospital. Pero no lo vio, ni su coche en el patio al marcharse a casa.
Debía haber salido de viaje; sabía que con frecuencia solicitaban sus servicios en otros hospitales, y no había motivo por el que debiera habérselo informado. Fue durante sus rondas de la mañana siguiente cuando oyó a la hermana del pabellón comentar que regresaría a final de la semana. Al parecer había ido a Austria.
Bella dejó caer los menús adrede y tardó un buen rato en recogerlos para poder enterarse de más.
—En Viena —decía la hermana—. Y probablemente también tenga que ir a Roma. Esperemos que vuelva antes de la Navidad.
Deseo que Bella suscribía con todo su corazón; la idea de que pasara las fiestas lejos de su hermosa casa la agitó.
Al final de la semana se hallaba bastante serena y contenta de verse liberada de la mano de hierro de la señorita Stanley. Salió a hacer las compras el sábado y como el tiempo era luminoso y frío, el domingo decidió ir temprano a misa y luego a dar un paseo por uno de los parques.
Aún no había salido del todo el sol cuando a la mañana siguiente salió del estudio; las paredes y los techos mostraban una capa de escarcha. Sin embargo, en la iglesia reinaba una temperatura agradable, fragante con el aroma de los crisantemos. La congregación era reducida y el sencillo servicio terminó pronto. Al regresar a pie, lamentó descubrir que el cielo comenzaba a nublarse.
Las calles estaban vacías salvo por un coche esporádico y una anciana que iba por delante de ella. Caminó a paso vivo incitada por la idea del desayuno.
Aún tenía a la mujer a cierta distancia cuando un coche pasó a su lado a demasiada velocidad, dando tumbos de un lado a otro de la calle. La anciana no tuvo ni una sola oportunidad; el vehículo subió a la acera al llegar junto a ella, la derribó y continuó la marcha.
Bella corrió. Quiso gritar, pero necesitaba el aire. La mujer mayor yacía con la mitad del cuerpo sobre la calle y la mitad en la acera. Daba la impresión de que alguien la hubiera recogido para tirarla y dejarla en el suelo como | un montón de huesos. Tenía una pierna doblada bajo el cuerpo y, aunque la falda se la tapaba, pudo ver que por debajo de la tela manaba la sangre. Estaba consciente y la miraba con unos descoloridos ojos azules llenos de desconcierto.
Bella se quitó el abrigo, lo acomodó con gentileza bajo la cabeza de la anciana y preguntó:
— ¿Le duele algo? No se mueva; voy a pedir ayuda.
—No siento nada, querida… aunque estoy un poco mareada.
En ese momento se veía más sangre. Le alzó un poco la falda y observó la terrible herida. Se puso de pie, lista para gritar solicitando ayuda al tiempo que se dirigía a la puerta más cercana.
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El profesor, que conducía desde Heathrow después de que su vuelo procedente de Roma hubiera aterrizado, decidió ir primero al hospital para comprobar la situación de sus pacientes y luego marcharse a casa el resto del día. No se dio prisa. Era agradable volver a Inglaterra y las calles de Londres estaban silenciosas y vacías. Los pensamientos apacibles no tardaron en quebrarse al ver a Bella correr agitando las manos como una maníaca.
Detuvo el coche y soltó un juramento, algo que rara vez hacía.
—Oh, deprisa, está sangrando mucho — explicó ella—. Iba a buscar ayuda pero me alegro tanto de verlo.
Él no dijo nada; luego habría tiempo para las palabras. Salió del vehículo, cruzó la calle y se agachó junto a la anciana.
—Tráigame el maletín del coche —había alzado la falda empapada—. Hay un teléfono en el coche —dijo cuando ella regresó—. Llame a una ambulancia. Diga que es urgente.
Obedeció y regresó a su lado; hurgaba en el maletín mientras aplicaba presión con la otra mano sobre la arteria cortada.
—Encuentre un fórceps —pidió—. Uno con dientes —se lo entregó y tuvo otro listo mientras trataba de no contemplar el charco de sangre—. Ahora ponga el maletín a mi alcance y hable con la mujer —no alzó la vista—. ¿Ha llamado a la ambulancia?
—Sí; les di la dirección y dije que era muy urgente —se arrodilló junto a la mujer, que aún seguía consciente pero muy pálida.
—Ha sido mala suerte —susurró—. Iba a pasar las navidades con mi hija.
—Bueno, por ese entonces ya se habrá puesto bien —comentó Bella-—. El doctor ya está aquí y dentro de unos minutos irá al hospital.
—Íbamos a cenar pavo… me gusta mucho el pavo.
—Oh, sí, y a mí también. Con salsa de arándanos.
—Y un buen relleno —la voz de la anciana era muy débil—. Con abundante cebolla.
— ¿Lo prepara su hija? —pensó que mantenía una conversación muy extraña… como una pesadilla en la que estuviera despierta.
— ¿Le pasa algo a mi pierna? —los ojos azules se mostraron ansiosos.
—Se ha cortado un poco; el doctor se ocupa de ella. ¿No es una suerte que pasara por aquí?
—No habla mucho, ¿verdad?
—Está ocupado poniéndole una venda. ¿Vive cerca de aquí?
—A la vuelta de la esquina… en el número seis de Holne Road. Salí a buscar el periódico —la mujer hizo una mueca—. No me siento muy bien.
—Se encontrará como nueva en nada —afirmó y al fin oyó la sirena de la ambulancia.
Entonces todo fue deprisa. La anciana, aturdida por los sedantes, fue conectada a una botella de oxígeno y a una bolsa de plasma mientras el profesor unía las arterias desgarradas, le comprobaba el pulso y con los enfermeros la subía al vehículo.
Bella, que se había pegado a una puerta, observó las caras curiosas en las ventanas y las puertas y se preguntó si debería acompañarlos.
—Súbase al coche; la dejaré en casa. Yo voy al hospital —contempló su rostro angustiado—. Hola —dijo con suavidad y sonrió.
Se detuvo ante la casa de la señora Newton el tiempo suficiente para que ella bajara y se marchó a toda velocidad. Bella subió las escaleras y, una vez en su habitación, se quitó la ropa sucia y manchada de sangre, se lavó y volvió a vestirse, sin dejar de contarle a Aengus lo que había pasado.
Supuso que tendría que desayunar, pero en realidad no le apetecía. Alimentó a Aengus y puso a calentar agua para el té. Eso le sentaría bien.
Cuando llamaron a la puerta, dijo:
—Adelante —y demasiado tarde recordó que no tendría que haberlo hecho antes de preguntar quién era.
El profesor entró.
—Jamás debería abrir sin comprobar de quién se trata —apagó el gas de la tetera, la chimenea y luego introdujo a Aengus en su jaula.
— ¿Qué hace? —quiso saber ella.
—Me la llevo a desayunar… y también a Aengus. Póngase un abrigo.
—Mi abrigo está un poco… deberé llevarlo al tinte. Tengo un impermeable —tendría que haber estado enfadada con él al entrar de esa manera, pero no pudo—. ¿La anciana se encuentra bien?
—Con un poco de suerte se recuperará. Vamos, dese prisa.
Se puso el impermeable, se cubrió el pelo con una gorra de lana y lo acompañó abajo. No se veía a nadie y la calle estaba en silencio; subió al coche cuando él le abrió la puerta, sin dejar de pensar en todas las cosas que debería haberle dicho si no se encontrara tan aturdida.
En cuanto desayunaran le explicaría que pensaba almorzar con unas amigas… Descartó la idea. Mentirle, aunque fuera en tonterías, le resultaba imposible. Supuso que se debía a que lo amaba. La gente que se quería no mantenía secretos. Pero él no la amaba.
—Se ha estropeado el traje —comentó, mirándolo de reojo.
—Y usted el abrigo. Agradezco que estuviera allí. Tiene una cabeza sensata bajo ese pelo lustroso; la mayoría de las personas se queda bloqueada en un accidente. Salió temprano,
—Había ido a la iglesia. Pensaba dar un paseo largo. A menudo lo hago los domingos.
—Lógico… después de estar encerrada toda la semana en el hospital.
Senna salió a su encuentro cuando entraron en la casa. Tomó el impermeable y la gorra de Bella y dijo con firmeza:
—El desayuno estará listo en cuanto se haya cambiado de ropa, señor. La señorita Swan puede calentarse frente a la chimenea.
Se llevó a Bella por el pasillo en dirección a un saloncito pequeño y acogedor donde ardía un fuego. La ventana daba a un jardín estrecho en la parte de atrás y la mesa redonda se hallaba preparada para el desayuno.
—Y ahora descanse un poco. Iré a buscar a Aengus.
El gato, liberado de su jaula, se acomodó junto al fuego como si hubiera vivido allí siempre.
Al rato entró el profesor con unos pantalones de pana y un polo de lana. Bella notó que era de cachemir. Quizá si pudiera ahorrar lo suficiente se compraría uno en vez de pasar una semana el siguiente verano en una granja con cama y desayuno.
Senna lo siguió con una bandeja con los platos cubiertos; el desayuno que ella solía tomar de cereales, tostadas y, a veces, un huevo duro, palideció ante esa espléndida exhibición de beicon; huevos, tomates, champiñones y riñones.
Él le llenó el plato.
—Debemos desayunar bien si queremos ir a dar un paseo —observó.
—Pero soy yo quien saldrá a caminar—lo miró.
—No le importará que la acompañe, ¿verdad? Además, necesito su ayuda. Voy a ir a Worthing a recoger un perro; lo mejor es que pasee antes de traerlo.
— ¿Un perro? ¿Qué hace en Worthing? Y en realidad no me necesita con usted.
No respondió de inmediato.
—Es un labrador dorado de tres años. Es de un amigo mío que se ha ido a Australia. Lleva
una semana en un hogar para perros.
—Debe estar triste. Aunque se alegrará cuando viva con usted. Si cree que ayudaré a que se sienta más contento también con mi presencia, lo acompañaré —frunció el ceño—. Lo olvidaba, no puedo. Aengus…
—Estará bien con Senna, que lo mima demasiado —le pasó una tostada—. Arreglado. Es un día magnífico para salir.
Se acercaban a Dorking cuando él dijo:
— ¿Conoce esta parte de la campiña? Dejaremos la carretera principal y atravesaremos Billinghurst. Podemos regresar a la carretera justo al norte de Worthing.
Incluso en pleno invierno, la campiña era hermosa; aún centelleaba con la escarcha nocturna bajo un sol que brillaba en un cielo azul. Bella se hallaba en el séptimo cielo en el calor del coche. No podía esperar que se repitiera nada más delicioso que ese día inesperado. Había sido un curioso giro del destino lo que había hecho que volvieran a verse.
—La anciana… —comentó de repente—… parece tan injusto que esté en el hospital mientras nosotros disfrutamos de este magnífico paseo… —calló y añadió incómoda—: Lo que quiero decir es que para mí es un paseo glorioso.
—Es un día perfecto, ¿verdad? —Comentó, aunque le habría gustado darle otra respuesta—. Yo también estoy disfrutando. ¿Paramos en Billinghurst a tomar una taza de café?
Al llegar a Worthing, la llevó a uno de los espléndidos hoteles que había en la costa donde, en cuanto dejó el viejo impermeable en el guardarropa, disfrutó de un delicioso almuerzo con él, ajena a las miradas de los demás comensales, fascinados por la intensidad de su pelo.
A primera hora de la tarde llegaron al hogar para perros. El labrador se hallaba listo y los esperaba, ya que reconoció al profesor como un amigo de su amo y lo saludo con un ladrido digno y un buen movimiento del rabo. Se hallaba en un cubículo con otro perro pequeño de razas tan mezcladas que resultaba imposible adivinar exactamente qué era. Se sentó y observó mientras Sam, el labrador, les era entregado.
—Ese perro pequeño parece tan triste… — comentó ella.
El empleado rió.
—Ha sido la sombra de Sam desde que llegó; no soporta que lo separen de él. Comen y duermen juntos. Esperemos que alguien lo quiera. Aunque lo dudo nos lo trajeron de un cubo de la basura.
El profesor miraba a Bella; con resignada diversión supo que estaba a punto de convertirse en el propietario del perro pequeño. Ella no iba a pedírselo, pero la expresión de su cara era elocuente.
—Entonces, ya que son tan amigos, quizá podríamos llevárnoslo también. ¿Tiene nombre? —se vio recompensado por la felicidad que mostró su cara.
— ¿Nos lo podemos llevar? —alargó los brazos hacia el pequeño, que temblaba de excitación; permaneció con Bella hasta que el profesor pagó, eligió un collar y una correa para él y se marcharon.
—Un paseo por la playa nos vendrá bien a todos —comentó él—. Debemos buscarle un nombre —observó mientras los dos animales corrían de un lado a otro. Se habían metido en el coche sin protestar y en ese momento disfrutaban de su libertad.
—Max —anunció ella—. Es un perro tan pequeño que necesita un nombre importante. Maximiliano aunque sería mejor llamarlo Max.
—No veo por qué no —convino él. Le dio la vuelta y comenzó a caminar en dirección al coche. Silbó a los animales—. Sam, Max.
Se acercaron a la carrera y se metieron en el vehículo con expresión ansiosa.
—Está bien, vas a ir a casa —explicó Bella—, y todo el mundo te querrá — entonces recordó—. Aengus… no está acostumbrado a los perros; jamás los ve.
—Entonces será una magnífica oportunidad. Los pondremos a los tres juntos en el jardín.
— ¿Sí? No, no hace falta. Si me da tiempo para introducirlo en la jaula, me lo puedo llevar. No le respondió, lo que probablemente significaba que estaba de acuerdo. Habría autobuses, pero tendría que tomar más de uno hasta su estudio. Se recordó que un domingo por la tarde habría poco tráfico y que los transportes irían medio vacíos.
Charlaron un poco y ella se volvía de vez en cuando para comprobar que los perros iban bien. Se sentaban erguidos, pegados el uno al otro, inseguros.
— ¿Tuvo perro de pequeña? —inquirió él.
—Oh, sí, y un gato. También un pony.
— ¿Vivía en el campo?
Le habló de la bonita casa en Wiltshire, de la escuela a la que había ido y de lo feliz que había sido.
—Lo siento, debo aburrirlo. Lo que pasa es que no tengo la oportunidad de contarlo muy a menudo. Claro que pienso en ello siempre — miró por la ventanilla hacia la oscuridad de la tarde—. Ya casi hemos llegado, ¿no?
—Sí, y no tiene por qué disculparse; no me ha aburrido. «Varias veces me he preguntado cómo sería su hogar antes de que viniera a Londres, pues es evidente que no es una chica de ciudad»
— ¿Oh? ¿Sí? Supongo que es verdad, aunque soy muy afortunada. Quiero decir, tengo dos tías abuelas, un trabajo y conozco a mucha gente en el hospital.
—Pero, ¿no le gustaría desempeñar otro trabajo?
—Bueno, imagino que no soy la persona idónea para llevar una carrera, si se refiere a ese tipo de mujeres que se pone trajes severos y portan un maletín.
—Ya casi hemos llegado a casa —anunció, riendo.
«Si tan solo fuera mi casa», pensó, y de inmediato se reprendió por ser una tonta. Bajó cuando le abrió la puerta y esperó mientras; sacaba a los perros y los conducía hasta la entrada.
—Venga, Bella —instó al verla titubear—. Senna nos tendrá preparado el té.
Mucho más tarde, tendida en la cama con Aengus acurrucado a su lado, rememoró el día, minuto a minuto. Había sido como un sueño precioso, solo que los sueños se olvidan y ella jamás olvidaría las horas que había pasado con el profesor. Y el día había terminado tal como él lo había planeado; tomaron el té frente a la chimenea, con los dos perros sentados entre ellos como si siempre hubieran formado parte de sus vidas. Aunque se había asustado un poco cuando él llevó a Aengus para presentárselo a los perros, no dijo nada. Después de un rato de gruñidos amistosos, los tres animales se habían echado juntos.
Después del té anunció que debía regresar al estudio, pero, de algún modo, la había convencido de que sería mucho mejor si se quedaba a cenar.
—Para que Aengus pueda acostumbrarse a Sam y a Max —explicó con suavidad.
Odió marcharse de su hogar, y él estudió le pareció frío y poco acogedor.
El profesor había encendido la chimenea de gas por ella, cerrado las cortinas y encendido la lámpara de la mesa antes de dirigirse a la puerta, sonreír ante las gracias que le dio y desearle buenas noches.
«No había motivo para que se quedara», se dijo somnolienta. Quizá lo viera en el hospital… no para hablarle, le bastaría con verlo, para saber que aún seguía allí. . Cuando despertó por la mañana, se convenció de que debía desterrar cualquier idea tonta que hubiera albergado hacia él. No podía fingir que no lo amaba, porque sí lo amaba y no había nada que pudiera hacer al respecto, pero al menos lo enfocaría de manera sensata.
Se lo facilitó la señorita Stanley con su habitual estado de ánimo hosco. Bella no tuvo tiempo de pensar en otra cosa que no fueran las interminables tareas que su superiora le encontraba, pero a la hora de la comida se dirigió al pabellón quirúrgico y preguntó si podía ver a la anciana.
Se hallaba sentada en la cama con una disposición muy alegre. Cierto que se encontraba conectada a algunos tubos y se la veía pálida, pero la recordó en el acto.
—Estaría muerta si no hubiera aparecido usted, y ese amable doctor. Me ha curado muy bien. También ha venido a verme mi hija. Las dos les estaremos siempre agradecidas.
—Me alegro de haber pasado por allí, y fue una suerte maravillosa que el profesor Masen condujera.
— ¿Es profesor? Un caballero muy agradable. Vino a verme esta mañana.
El simple hecho de saber que había estado allí esa mañana la hizo feliz. Quizá también ella pudiera verlo.
Pero no había ni señal de él. La semana transcurrió despacio sin rastro del profesor. Cuando al fin llegó el viernes, se despidió de la señorita Stanley y atravesó el hospital. Había estado lloviendo todo el día y hacía mucho frío. Al dirigirse a la salida se prometió que tendría un fin de semana tranquilo.
El profesor se hallaba junto a la entrada principal y lo vio demasiado tarde para desviarse a la salida lateral. Al llegar a su lado lo saludo con un gesto seco de la cabeza y su mano la detuvo.
—Ahí está. Temía haberla perdido.
—Llevo aquí toda la semana —repuso, consciente de su mano, encantada y al mismo tiempo cohibida.
—Sí, y yo también. Tengo una petición.
— ¿Estará libre el domingo para llevar a los perros al campo? Sam es muy obediente, pero Max necesita a alguien —con injusticia añadió—: Y como usted se tomó tanto interés en él.
—Oh, cielos —se sintió culpable—. Debería haber pensado… Ha sido culpa mía, ¿verdad? Si no hubiera dicho nada… ¿Habría que volver a Worthing para tratar de encontrarle otro dueño?
—Desde luego que no. Será hasta que se calme. Se encuentra tan feliz de hallarse en compañía de Sam que se deja llevar. No se los podría separar —la había conducido al exterior—. La llevaré a casa…
—No hace falta —lo cual era un comentario tonto, ya que diluviaba, aparte de la oscuridad y el frío que reinaban.
Dejó que la guiara hasta el coche y, cuando llegaron a la casa de la señora Newton, bajó con ella.
—Pasaré el domingo a las diez —la informó sin esperar una respuesta.
—Es evidente que lo da todo por sentado conmigo —musitó ella mientras subía las escaleras.
Pero sabía que eso no era verdad. Simplemente arreglaba las circunstancias de tal manera que se sintiera impulsada a aceptar lo que había sugerido.
El domingo se levantó temprano, preparó su desayuno y el de Aengus y le explicó que tendría que dejarlo solo.
—Pero recibirás algo rico para cenar —prometió.
El profesor no había mencionado el tiempo que estarían fuera, ni adonde irían. Frunció el ceño. Era verdad que lo daba todo por hecho… la próxima vez tendría una buena excusa…
Eran casi las diez cuando llamó a su puerta. Le deseó los buenos días de un modo que hizo que Bella pensara que se conocían de toda la vida.
—Si quiere, nos llevaremos a Aengus. Estará más feliz en el coche que aquí solo todo el día.
—Bueno, sí, tal vez… si a Sam y a Max no les importa y si no tardamos demasiado.
—Es poca distancia —introdujo al gato en la jaula—. Un poco de aire fresco le sentará bien.
La señora Newton no se hallaba en el pasillo pero su puerta se encontraba un poco abierta.
—Volveremos por la tarde, señora Newton —anunció el profesor justo cuando ella asomó la cara.
Al arrancar, giró la cabeza y descubrió que los dos perros se apoyaban contra su asiento, ansiosos por saludarla y en absoluto molestos por la presencia de Aengus en la jaula. Se sintió feliz; era una mañana brillante y fría con un magnífico sol invernal. En el coche la temperatura era agradable e iba sentada junto al hombre al que amaba. ¿Qué más podía desear una chica? Mucho más, desde luego, pero Bella, siendo quien era, se sentía satisfecha con lo que tenía en ese momento.
— ¿Adónde vamos? —Preguntó al rato—. Por aquí se va a Finchingfield.
—No se preocupe, no iremos a ver a sus tías abuelas. Tengo una pequeña cabaña a unos kilómetros de Saffron Walden; pensé que podríamos ir allí, pasear a los perros y celebrar un picnic. Senna nos ha puesto algo en una cesta.
Se metió en un camino comarcal que conducía a un pueblo. Era pequeño, y la estrecha calle principal se alineaba con cabañas antes de ensancharse y dar a un prado circundado por casas más grandes, todas empequeñecidas por la iglesia.
El profesor giró en un camino angosto y se detuvo, bajó para abrir la cancela y luego continuó por un corto sendero pavimentado, con setos a un lado y un jardín grande del otro, que rodeaba una cabaña con un porche y pequeñas ventanas con celosías, las paredes de ladrillo de un rosa polvoriento.
El profesor bajó del coche, abrió la puerta de Bella y luego soltó a los perros.
—Aengus… —comenzó ella.
—Lo llevaremos hasta el jardín posterior; allí hay una pared alta donde estará a salvo, aparte de que podrá entrar en la cabaña.
Abrió una de las puertas pequeñas y la instó a pasar con los perros yendo de un lado a otro. Ella pudo ver que realmente el jardín era grande y estaba rodeado por una alta pared de ladrillos.
—Oh, es precioso… incluso en invierno.
Él dejó la jaula de Aengus, la abrió y al rato el gato asomó la cabeza con cautela, para luego salir.
—No está acostumbrado al campo —manifestó Bella con ansiedad—, solo al techo que hay del otro lado de mi ventana. Al menos no desde que yo lo tengo. Antes vivía en la calle, pero eso no es lo mismo que ser libre — se inclinó para acariciarle la cabeza.
— ¿Lo dejamos para que se acostumbre a todo? Los perros no le harán daño y podemos mantener la puerta de la cocina abierta.
Abrió la puerta de la cabaña y se apartó para dejarla pasar. La cocina era pequeña, con suelo de barro cocido, paredes de color amarillo pálido y una despensa antigua. Había una alfombra, una mesa y sillas robustas de madera y un fregadero de piedra. Observó todo con lentitud, gustándole lo que veía; estaba convencida de que a la cocina no le faltaba nada que un ama de casa pudiera necesitar, aunque era un lugar en el que sentarse cómodamente para disfrutar de un café, o para bajar por la mañana a beber una taza de té con la puerta abierta…
—Por aquí —indicó el profesor, llevándola hacia el pasillo.
Era estrecho, con parqué brillante y paredes de tonalidad crema. Había tres puertas y él abrió la primera. El salón ocupaba todo un lado de la cabaña, con unas ventanas pequeñas que daban al jardín delantero y un ventanal que salía al de atrás. Tenía mecedoras, mesitas aquí y allí y una chimenea ancha. El suelo también era de madera, y estaba cubierto con alfombras que hacían juego con los rojos y azules de las cortinas. En las paredes había cuadros, pero no tuvo la oportunidad de contemplarlos.
—El comedor —señaló al cruzar el pasillo. Era una estancia pequeña, con una mesa redonda, sillas y un aparador sencillos, todos de auténtico roble—. Y este es mi estudio.
Ella vislumbró un cuarto pequeño con un escritorio, unos sillones e hileras de estanterías con libros.
Las escaleras eran estrechas y pequeñas y conducían a un rellano cuadrado. Había tres dormitorios, uno bastante grande y los otros adecuados, más un cuarto de baño. La cabaña podía ser antigua pero no se le había escatimado gasto alguno. Observó las estanterías con toallas y todos los productos que podría desear cualquier mujer.
—Ideal para una reina —comentó Bella.
—O una esposa.
—Oh —el comentario la devolvió a la realidad—, ¿está pensando en casarse?
—Así es.
Se tragó la desdicha que le resultó tan dolorosa como un dolor físico.
— ¿Y ella ha visto la cabaña? Debe encantarle.
—Sí, la ha visto y creo que ha resultado muy de su agrado.
—Pero, ¿vivirá aquí? —tenía que seguir hablando—. Tiene su casa en Londres.
—Vendremos siempre que podamos.
—El jardín es precioso. Imagino que no dispondrá de mucho tiempo para cuidarlo.
—Lo cuidaré, aparte de que un anciano maravilloso viene con regularidad, al igual que la señora Webber, que se acerca todos los días cuando yo estoy aquí y vigila la casa durante mi ausencia.
—Qué agradable —repuso sin saber qué decir—. ¿Salgo a ver cómo se encuentra Aengus? —Se hallaba sentado sobre la jaula, sin prestar atención a los dos perros que corrían por el jardín—. Es como si llevara aquí toda la vida —informó Bella. Miró al profesor—. Es esa clase de casa, ¿verdad? Ha sido habitada por gente feliz.
—Y así continuará. Aguarde aquí; traeré la comida.
Se sentaron a la mesa de la cocina a almorzar; había sopa en un termo, unos sándwiches de queso cremoso y jamón, salchichas pequeñas, cruasanes y café caliente en otro termo. También había llevado alimento para los animales, aparte de una botella de vino. Bella comió con el placer de una niña, manteniendo una conversación más bien febril. Se afanaba por mostrarse ecuánime e indiferente, con cuidado de tocar temas seguros, como el tiempo, la Navidad o el lado más alegre de su trabajo en el hospital. El profesor no se esforzó en cambiar de tema y escuchó con tierna diversión al tiempo que se preguntaba si ese sería el momento adecuado para decirle que la amaba. Decidió que no, pero esperó que a ella empezara a caerle algo más que bien. Era joven, y quizá pudiera conocer a un hombre más joven que él. Como era un hombre que no se engañaba, supuso que quizá considerara que ya había dejado atrás la juventud.
Después de comer recorrieron el jardín con Aengus en los brazos de Bella y los perros correteando. Cuando comenzó a oscurecer, cerraron la cabaña, metieron a los animales en el coche y emprendieron el regreso a Londres.
Habían llegado a las afueras cuando el teléfono del profesor perturbó el cómodo silencio. Quienquiera que fuera, tenía mucho que decir.
—Estaré contigo en media hora —indicó al fin él. Luego se dirigió a Bella—. He de ir al hospital. La dejaré de camino. Lo siento; había esperado que se quedara a cenar.
—Gracias, pero creo que habría declinado; he de preparar las cosas para ir mañana al trabajo. Aunque es amable al haber pensado en invitarme. Gracias por un día precioso; hemos disfrutado de cada minuto —lo cual no era del todo verdad, ya que no había conocido el gozo al escuchar que pensaba casarse. Al llegar a la casa de la señora Newton, añadió—: No es necesario que baje; no debe perder ni un momento.
No le hizo caso y sin decir una palabra abrió la puerta para ella, dejó la jaula de Aengus en el recibidor y luego se marchó despidiéndose con un gesto de cabeza.
—Así es como va a ser a partir de ahora —musitó ella mientras subía las escaleras y entraba en el frío estudio—. No creo que vuelva a invitarme a salir, pero si lo hace, no aceptaré. Debo darle a entender que no tenemos nada en común; han sido encuentros fortuitos que han de acabar.
Se preparó la cena, alimentó a un contento Aengus y luego se metió en la cama para llorar a gusto hasta que al fin se quedó dormida.
Aghhh Edward debió D aprovechar la oportunidad para decirle que la amaba!!!! Ahora ella piensa que es alguien más a quien el ama.... Solo espero que sepan cómo arreglarlo...
ResponderEliminarBesos gigantes!!!
XOXO
OOOOOO x Dios todo se entendió mal 😭 Pobrecita este Edward debería haber sido mas claro ok me encanto el cap nena gracias y súper ansiosa y emocionada x el siguiente gracias gracias
ResponderEliminarOhhhhh Edward por que no ke dijiste ahora Bella intentara alejarse ���� esperare con ansias el prox cap para saber que pasa con este par ����
ResponderEliminarQue cosa con los malos entendidos U.U Espero que Edward sepa aclarar las cosas a tiempo y que Bella no se ponga de necia.
ResponderEliminarEdward por eso son los malentendidos hay k hablar con nombresssss
ResponderEliminarPobre Bella por no entender d q la persona d la q hablaba Edward era ella.
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