Matrimonio de Mentira 6

Edward no durmió en toda la noche y Bella no volvió a la cama. Cuando bajó al comedor por la mañana, la encontró en el sofá, con unas profundas ojeras bajo los ojos. Estaba tapada con una manta y él se aguantó la necesidad de abrazarla. Le tocó el pelo con la punta de los dedos. Todavía estaba muy corto.

Ya crecería, se dijo. De alguna manera, esa frase se había convertido en su mantra personal.

Marie estaba de pie en la puerta cuando él se incorporó. Le hizo una señal para que se acercara y él se acercó, con un suspiro.

—¿Por qué está Bella en el sofá? —preguntó.

Edward puso la mano sobre su hombro.

—No es asunto tuyo, Marie.

—Eso es una grosería.

—También lo es preguntarnos por nuestra vida personal todo el tiempo.

—Es que no funciona, Edward.

Él le dio un beso en la mejilla.

Bella tiene que despertarse dentro de veinte minutos para ir a trabajar. ¿Te importa despertarla? No se ha traído el despertador y sé que odia llegar tarde.

—Ya la llamaré —dijo la anciana a regañadientes—. También le diré lo que pienso.

—¡No! —se llevó a la mujer hacia la cocina y le señaló una silla—. Siéntate, Marie.

Ella lo hizo. Él se puso las manos sobre las caderas y se acercó, con la esperanza de intimidarla.

—No interrogues a Bella. No la obligues. Este no es asunto tuyo. Deja que nosotros lo arreglemos.

—Tenéis problemas, ¿verdad? Y no me cuentes esa historia de los ronquidos porque no me la creo. Sé que Bella no permitiría que eso la alejara de ti durante toda la noche.

—Si los tuviéramos, serían nuestros problemas, no, los tuyos.

—Hay profesionales que pueden ayudaros. Sé que os he obligado a casaros. Si hay algún problema, me siento responsable. Tiene que haber algo que podamos hacer para solucionarlo.

—No te preocupes por esto. Ahora es nuestro matrimonio. A pesar de que tú nos obligaras; pero ya está hecho. Déjanoslo a nosotros. Tú no eres consejera, ¿de acuerdo?

Marie asintió.

—Está bien. No le preguntaré a Bella por qué ha dormido en el sofá —dijo con un suspiro—. Pero ya hablaremos tú y yo sobre por qué es ella la que está ahí y no tú.

—Tengo que irme, Marie. Guárdate el sermón sobre la caballerosidad para luego.

La mujer lo miró con el ceño fruncido.

—De acuerdo. Pero no te creas que te vas a escapar.

—Claro —le dijo él. Ya no había nada de lo que quisiera o pudiera escapar.

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Por fin acabó la investigación. El nombre de Bella había quedado limpio.

Edward agarró un lápiz y miró el informe de la investigación. Ya había acabado todo y no había ninguna duda de lo que había sucedido. Incluso había una advertencia de que ella tenía la posibilidad de llevarlos a juicio y recomendaba a la empresa que llegara con ella a un acuerdo pacífico si fuera posible.

¿Cómo podían haber salido las cosas tan mal? ¿Cómo se habría visto Bella envuelta en semejante problema por una prueba tan débil?

Se habían combinado demasiados factores. Él había estado fuera, su padre se había empeñado en acabar con todo cuanto antes, Bella se había marchado de la empresa enseguida… Al final, todo el mundo había creído que ella era la culpable.

Bueno, ahora sabrían cuál era la verdad.

Agarró el teléfono para llamar a Bella y darle la noticia, pero se lo pensó mejor. Primero tenía que pensar en su relación.

Apoyó los codos sobre la mesa y dejó caer la cabeza sobre las manos; tenía que pensar. Si le decía que su nombre había quedado limpio, ella pensaría que no la había creído hasta que no se lo habían dicho los investigadores.

En aquel momento el teléfono sonó. La voz de Bella le llegó al otro lado de la línea, nerviosa y tan cabezota como siempre. Él lo vio aún más claro: todavía tenían unos asuntos personales que resolver.

—Se lo pienso contar todo esta noche —dijo ella con voz temblorosa.

Él agarró el teléfono con el hombro y abrió su programa de correo electrónico. Lo primero era lo primero: le contaría a todo el mundo en la empresa los resultados de la investigación. Sonrió al recordar lo poco que le gustaba a Bella que hablara con ella mientras hacía otra cosa.

—¿Estás segura de que es lo mejor?

—No, pero no tenemos elección. Yo no puedo continuar así; no es justo para ninguno de nosotros.

—¿Qué le vamos a decir a la gente?

—No me importa.

Edward envió el mensaje y se apoyó en la silla, sintiéndose mucho mejor. Todos los que habían dudado de Bella conocerían la verdad. Lo siguiente: la estrategia para su batalla personal.

—Entiendo. Lo discutiremos luego, ¿te parece? Te recogeré alrededor de las cinco y en el camino a casa decidiremos cuándo y cómo decírselo.

—De acuerdo —dijo ella, a regañadientes.

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A pesar de que había bastante distancia entre el trabajo y la casa, cuando llegaron todavía no habían decidido qué hacer sobre el tema. Al entrar, encontraron que tenían visita.

Marie los llamó alegremente y les presentó al hombre que estaba con ella.

—Os presento al doctor McCarty.

Edward le estrechó la mano mientras Bella se apresuraba a acercarse a su abuela.

—¿Qué te pasa? ¿Por qué has llamado a un médico? ¿Por qué no ha venido el doctor Gerandy?

—Estoy bien. Estoy bien —la tranquilizó la mujer—. El doctor McCarty ha venido por vosotros dos; es psicoterapeuta.

En la habitación se hizo un silencio total, roto al instante por el sonido del bastón de Marie mientras se dirigía hacia la puerta.

—¿Has llamado a un psicólogo para nosotros? —preguntó Bella, con debilidad—. Abuela…

—Sí, cariño. Espero que os ayude —se apresuró a salir de la habitación y cerró la puerta cuidadosa mente tras ella.

Edward y Bella se quedaron mirándose el uno a otro. El psicoterapeuta delante de ellos.

¿Y ahora qué?

—¿Por qué no tomamos asiento? —dijo el médico con jovialidad, como si estuviera en su propia consulta. Se sentó en una silla y se cruzó de piernas. Después, los miró con paciencia.

Edward se encogió de hombros y se dejó caer en el sofá.

—No puedo creérmelo —murmuró—. ¿Un consejero matrimonial?

—Algo así —confirmó el hombre—. Estoy especializado en ayudar a las parejas que tienen problemas en sus relaciones conyugales.

—¿Relaciones conyugales…? —su peor sospecha había salido a la superficie. Marie no podía… No; era imposible que ella… Miró a Bella y vio que su expresión se llenaba de horror. Así que no se estaba volviendo paranoico. Realmente era…— ¿Quiere decir…?

—Estoy especializado en problemas de índole sexual —dijo el doctor McCarty con una sonrisa modesta.

Edward vio que Bella se echaba hacia delante hasta dar con la cara en las rodillas.

—Dios mío —la oyó murmurar.

La volvió a mirar, pero no pudo ver su expresión pues tenía la cara oculta entre las manos.

—No tenemos ningún problema —le dijo al médico.

El hombre respondió sacando una libreta y un bolígrafo de su maletín.

—Sí. La señora Swan me ha dicho que ésa sería su respuesta. Me ha dicho que no han compartido su habitación desde que se casaron, ni siquiera la noche de bodas.

Bella todavía tenía la cara entre la manos, apretada contra las rodillas. Estaba solo frente al psicoterapeuta.

—Aquí hay un malentendido. No tenemos ningún problema. Lo ha llamado para nada.

El hombre escribió algo en su bloc de notas. ¿Por qué? ¿Qué había apuntado? ¿Qué había dicho él que mereciera ser anotado?

El hombre lo miró por encima de las gafas.

—No hay nada de qué avergonzarse. Se trata de un problema muy común.

—¿Qué problema? ¡Nosotros no tenemos ningún problema!

—Muchos hombres tienen miedo escénico al casarse…

—¡Yo no tengo miedo escénico! —explotó Edward. ¿Dónde había encontrado Marie a aquel tipo? ¿Qué le había contado Bella?

Los hombros de Bella estaban temblando. No estaba seguro de si se estaba riendo o sólo ocultaba su vergüenza. Esperaba que no se estuviera riendo. Más le valía no estar riéndose de su «miedo escénico».

—No cree que sea miedo escénico —dijo el doctor McCarty asintiendo, con semblante preocupado—. Entiendo. ¿Es una cuestión de… erección, tal vez? Es común…

—¡No tengo ningún problema con mi erección! —gritó Edward.

—No hay de qué avergonzarse, Edward. Muchos hombres tienen problemas…

—¡Yo no tengo ningún problema! —lo interrumpió él.

El doctor McCarty, inteligentemente, cerró la boca y anotó algo en la libreta. Enseguida volvió a hablar.

—Entiendo. No cree que tenga ningún problema. De todas maneras, me gustaría pedirle que tuviera en mente que el primer paso para resolver cualquier problema es reconocer la posibilidad de su existencia —antes de que Edward dijera nada al respecto, cambió de tema—: Continuemos. ¿Es Isabella, tal vez, la que tiene algún problema? No es nada raro que algunos maridos no sean conscientes de las sutilezas de la anatomía de sus esposas…

—Yo conozco muy bien todo lo que hay que saber sobre mi esposa… —dijo Edward y soltó un improperio. Apretó los puños para no gritar; Marie estaba arriba y no tenía que saber hasta qué punto conocía él la anatomía de Bella—. Así que, aunque fuera ella la que tuviera problemas, siempre sería culpa mía, ¿no es cierto?

El hombre volvió a anotar algo.

—No es necesario establecer quién tiene la culpa —dijo el hombre con un tono que se suponía debía tranquilizarlo, pero que hizo que le hirviera la sangre—. En el asunto que nos ocupa no importa quién sea el culpable. Pero quizá lo que aquí suceda sea que haya una falta de comunicación. Quizá, uno de ustedes no le está dando al otro la información necesaria. Algo que se puede resolver con toda facilidad hablando abiertamente. Por eso estamos aquí.

Edward dejó escapar un gemido de angustia. No podía hacer nada.

Bella se incorporó y Edward pudo ver su cara de guasa. ¡Se había estado riendo todo el tiempo! Con tanta fuerza que hasta tenía las mejillas llenas de lágrimas. De alguna manera, esa risa le aflojó la tensión. Sintió que él mismo se empezaba a reír. Pero, primero, debía zanjar aquel asunto: su virilidad estaba en juego.

Edward entrecerró los ojos y se inclinó hacia el médico con una sonrisa.

—En realidad, tiene mucha razón —le confió al hombre—. Bella tiene problemas; pero no tiene nada que ver con la comunicación. De hecho, siempre me dice con mucha claridad lo que quiere, dónde y cómo.

Bella tomó aliento horrorizada e intentó pellizcarlo en el muslo; pero él le agarró la mano y la apretó con fuerza.

Ya veríamos quién reía el último.

—Para serle sincero, doctor, son sus… extravagantes peticiones las que ocasionan los problemas.

—Entiendo —dijo el médico, girándose hacia ella, radiante por el cambio de actitud—. Parece que estamos encontrando el problema. Bien, bien. Hemos hecho un progreso excelente. Hábleme de su problema, Isabella.

Edward… —suplicó ella—. Por favor, sálvanos.

Edward le pasó un brazo por los hombros.

—Esto no es fácil para ella. A mi esposa le da un poco de vergüenza.

—¡Edward!

Edward la apretó con fuerza.

—Díselo al doctor, cariño. Tenemos que ser abiertos y sinceros.

Bella se separó de él de un empujón y se sentó al otro extremo del sofá.

Edward, eres hombre muerto —le dijo en voz baja.

Edward se aclaró la garganta y agarró la mano de Bella entre las suyas.

—De acuerdo, cariño, yo se lo diré. Verá —dijo girándose hacia el psicólogo—: Isabella tiene fantasías que le gusta hacer realidad.

El doctor McCarty se echó hacia delante.

—¿Si? —incitó el hombre a que continuara.

—Cariño —le dijo Edward a Bella, que estaba mirándolo entre horrorizada y muerta de risa—. Tú puedes hacerlo, cuéntale al doctor lo de tus fantasías —Bella intentó zafarse, pero no pudo—. La verdad es que es un poco exhibicionista —le explicó al hombre—. El motivo por el que no hacemos nada en el dormitorio es porque es muy aburrido para ella. No le interesa el asunto a menos que haya algún peligro. Cada vez es más arriesgada… y ninguna otra cosa vale. Creo que dentro de poco lograremos que nos arresten.

—Entiendo —el médico miró la cabeza de Bella un segundo y, después, se volvió hacia Edward— Desde luego, esto es un problema.

Edward asintió.

El doctor McCarty se quedó en silencio un instante. Después se dirigió a Edward.

—¿Y su incapacidad para satisfacer las fantasías de su esposa es sólo una cuestión mental o también existen dificultades físicas?

—¿Qué?

El médico golpeó la libreta con el bolígrafo, su mirada estaba cargada de reproches.

—Usted tiene una mujer abierta y de espíritu libre con una naturaleza sensual muy fuerte, Edward, mientras, usted está anclado en otro siglo. No es nada raro que los hombres en esas circunstancias se sientan amenazados y tengan problemas. En esos casos, es normal que aparezca el miedo escénico.

Aquello ya no era divertido. Entonces, ¿por qué seguía Bella riéndose?

Edward —dijo Bella levantando la cara llena de lágrimas por la risa—. El doctor tiene razón. No podemos permitir que tus inhibiciones, tus miedos y tu trasnochada visión de la sexualidad arruinen nuestro matrimonio.

Edward tuvo la tentación de darle un mordisco. Se estaba mereciendo un castigo.

Se puso de pie.

—Gracias, doctor, pero esto ha sido todo. Por favor, envíenos la factura. A nombre de la señora Swan —añadió con una sonrisa.

—Por supuesto. ¿Le gustaría concertar otra cita?

—No —respondió Edward—. Por supuesto que no.

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Bella no estaba en el salón cuando él volvió. Probablemente, había huido a su cuarto pensando que él no la seguiría para decirle lo que pensaba de su juego.

Pero se equivocaba.

Subió las escaleras de dos en dos.

Iba a pagarlo bien caro.

Cuando él llegó a la habitación, ella ya se había secado las lágrimas; pero en su rostro permanecían las huellas.

Estaba sentada sobre la cama, abrazada a una almohada, y tenía la cara roja.

Él cerró la puerta con el pie y se apoyó en ella, con los brazos cruzados sobre el pecho. Bella se había divertido a su costa; pero aún tenían un asunto pendiente.

—Me alegro de que te hayas divertido con todo este asunto —dijo él.

Bella se llevó una mano a la boca; pero no logró sofocar la risa.

Él meneó la cabeza.

—¿Así que, tienes problemas con mi sexualidad trasnochada?

—Tú empezaste —dijo ella sin poder contener la risa.

—Bueno, pues me hiciste pagarlo bien caro.

Ella dejó escapar una carcajada.

—Por Dios, Edward. Deberías haberte visto la cara cuando el hombre te estaba hablando de tu miedo escénico.

—Por supuesto. Tú sabes muy bien que no tengo ningún problema.

La sonrisa de ella se tomó burlona. A él le entraron ganas de borrársela a besos.

—¡Hombres! Sólo la mención de cualquier problema en esa zona os asusta, ¿verdad? ¿Quieres mi confirmación? —se echó para atrás en la cama—. ¿Por qué me estás mirando así? ¿No irás a saltar sobre mí para probar tu virilidad, verdad?

Edward negó con la cabeza y dio unos cuantos pasos hacia delante, sin apartar los ojos de los de ella ni un instante.

—No te puedes ni imaginar lo tentador que es eso. Te mereces un buen azote.

Había humor en los ojos de Bella, una expresión que él conocía muy bien, pero que no había visto en mucho tiempo.

—Qué pervertido, Edward. El doctor McCarty se sentiría orgulloso —su mirada burlona era tan familiar y la había echado tanto de menos que le dolían las entrañas—. Bueno, tienes que reconocer que mis «quejas» tenían algo de verdad. Nunca fuiste muy partidario de las demostraciones cariñosas en público.

Edward meneó la cabeza al sentir que toda la diversión se evaporaba y que el peso de la realidad caía sobre sus hombros.

—No era porque yo no quisiera, Bella. Teníamos que mantener nuestra relación en secreto. Había un motivo. Un buen motivo.

La sonrisa de ella también se desvaneció.

—Lo sé.

Lo sabía. Pero no lo entendía. Nunca había entendido que él había intentado protegerla.

—Yo era tu jefe, Bella. Estaba intentando protegerte hasta que se nos ocurriera algo.

—Sí, claro. Y me protegiste genial…

Él cerró los ojos.

Bella

—Lo siento. Parece que tengo problemas para olvidar y perdonar.

Su voz sonó casual, pero la sonrisa había desaparecido de sus ojos y había sido remplazada por una mirada defensiva, a la cual sí que estaba muy acostumbrado. Le había hecho mucho daño; ahora, se daba cuenta. Quizá ya no podía hacer nada para solucionarlo.

Pero tenía que intentarlo.

Antes de cambiar de opinión, cruzó la habitación de dos pasos, le tendió la mano y tiró de ella hasta ponerla de pie. Se dio cuenta de la mirada sorprendida de su rostro justo antes de que la rodeara con sus manos y cubriera su boca con la de él. Ella ni si quiera vaciló antes de responder, lo cual hizo que él recobrara la esperanza y que creyera en la posibilidad de una reconciliación. El beso fue ardiente e intenso, como siempre. Su aliento era dulce y su piel cálida al contacto de sus manos. Pero había algo que fallaba…

Su pelo… debería tener los dedos enredados en sus mechones brillantes; pero habían desaparecido. Sus labios eran los mismos, suaves y carnosos, y su aroma, el mismo…

Pero no podía olvidarse de su pelo… y de su sospecha de por qué había desaparecido.

Apoyó la frente contra la de ella y la miró a los ojos. Aprisionó sus manos con las de él y se las llevó al corazón. Ella intentó liberarse al darse cuenta de lo que acababan de hacer, pero él no la dejó.

—Dime, Bella. ¿Por qué te cortaste el pelo?

Ella pestañeó.

—¿Por qué no? Está de moda. Y de todas formas me apetecía un cambio.

—¿Un cambio?

—Sí. Quería algo diferente. Es cómodo. No hay ningún problema para mantenerlo. Me gusta; me encanta —añadió a la defensiva, y él supo que lo odiaba.

Él recorrió su cuello con el dedo.

—Tenías un pelo tan precioso, Bella —dijo él—. Perfecto.

Los ojos de ella se llenaron de lágrimas y, al mismo tiempo, le clavó un codo en el estómago para apartarlo.

—No es asunto tuyo, Edward. Nada que ver contigo, ya no.

Él le agarró las manos y volvió a aprisionárselas contra su pecho.

—Dime la verdad, Bella.

—Lo hice, eso fue todo. Suéltame.

—Es mentira. Dime la verdad.


—Porque a ti te encantaba —gritó ella al final, con lágrimas corriéndole por las mejillas—. Sí, me corté el pelo por tu culpa. ¿Estás ahora contento?

—No —dijo él y la soltó, sintiendo vergüenza por haberla obligado a decirlo—. No estoy contento.

Ella lo miró un rato, después, dijo a tropezones:

—Vamos… a hablar con la abuela. Vamos… a decírselo todo. Esto tiene que acabar —su voz se quebró con la última palabra—. No puedo seguir. Vamos a decírselo ahora.

Él le acarició su trémulo labio inferior. Sus ojos brillaban por la emoción. Odiaba verla triste.

—No creo que éste sea un buen momento, Bella —susurró. No querría hacerle más daño—. Se te nota en la cara que has estado llorando.

Ella dejó escapar un quejido y se apartó. Después, salió de la habitación como una exhalación y cerró la puerta del baño con un portazo.

Edward tomó aliento. Sus sospechas se habían con firmado: se había cortado el pelo por él.

Decidió bajar a ver a Marie.

Ésta estaba sentada haciendo un crucigrama. Edward se sentó a su lado.

Ella lo miró con una expresión de curiosidad.

—Hola, Edward. ¿Qué tal con el psicoterapeuta?

Edward suspiró.

Marie

—Dime, cielo.

Bella y yo no necesitamos ninguna terapia —le quitó el bolígrafo y tomó sus manos entre las de él—. Marie, sabes que eres la persona a la que más quiero; pero si alguna vez vuelves a entrometerte en mi… mi matrimonio, una mañana vas a despertarte con el pelo naranja.

La mujer puso cara de culpabilidad.

—Yo sólo quería ayudar…

—Pues no hace falta.

—Pues si todo os va tan bien, deberíais dormir en la misma habitación. No me cuentes esa milonga de los ronquidos.

Edward se quedó mirando a su madrina, vio la preocupación en su mirada, y, entonces, todo encajó. Lo había manipulado; más de lo que se había imaginado.

—Lo sabes —le dijo—. ¿Verdad? Lo sabes todo.

Marie agarró el bolígrafo y jugueteó con él.

—¿No está esperándote Bella?

—Se acabó, Marie —dijo él, meneando la cabeza—. Estaba convencido de que estabas exagerando para obligarnos a casamos; pero eso no es todo, ¿verdad? Sabías que habíamos roto. Bella no te lo dijo y tú te aprovechaste de eso para engañamos.

—Bueno, romper fue una tontería.

—No tuve elección. Bella lo decidió.

—¿Y tú le dejaste?

—¿Qué se suponía que tenía que haber hecho? ¿Agarrarla de los pelos?

—Por supuesto. De manera figurativa, claro. ¿Lo sabe Bella?

Edward meneó al cabeza.

—No. Sabe que has exagerado lo de tu enfermedad; pero no sospecha que sabes lo de nuestra ruptura. No te cree capaz de semejante duplicidad.

Ella dejó escapar un suspiro.

—Estáis hechos el uno para el otro. Por eso fingí estar un poco enferma…

—¿Un poco enferma?

Marie lo ignoró.

—Y os empujé al matrimonio. Esperé y esperé y cada vez estaba más claro que no ibais a reconciliaros. Tuvisteis problemas y permitisteis que os separaran —movió la cabeza disgustada—. La gente joven no tiene energía para solucionar ni el más mínimo inconveniente.

—Entiendo. Por eso lo hiciste tú.

—Sí. Si estuvierais casados, si estuvierais juntos, tendríais que enfrentaros a vuestros problemas en lugar de huir de ellos.

Edward la miró fijamente. Cuando Bella se enterara de aquello se iba a poner hecha una furia.

—Podríamos divorciamos.

—Vosotros no os vais a divorciar.

—¿Por qué estás tan segura?

—Porque estáis enamorados. ¿A que sí? Tú quieres volver con ella, ¿verdad?

Edward suspiró.

—Sí. Ese debe ser el motivo por el que me dejé engañar —se quedó en silencio un momento, pensando—. Marie, no apruebo lo que hiciste y espero que no lo vuelvas a hacer; pero quizá podamos aprovecharlo —tomó la mano de su madrina y la apretó—. Lo más importante ahora es que no se lo digas a Bella.

—¿No decirle a Bella qué?

Estaba de pie en la puerta, con cara de sospecha. En su rostro ya no había muestras ni de lágrimas ni de besos. Edward vio por su expresión que debía actuar con rapidez. Si no hacía algo enseguida, le diría a Marie la verdad y todo acabaría allí mismo.

—¿Qué estáis tramando? —insistió Bella.

Marie suspiró.

—Estaba confesándome, cariño.

Edward giró la cabeza, mirando a su madrina. ¿Ella también? No. Marie no podía contar la verdad; todavía no. Eso significaría el final de todo. Y él acababa de empezar. Había besado a Bella de nuevo y ahora no había nada que lo pudiera detener. Se puso en el medio de las dos y consiguió lanzar a Marie una mirada de advertencia sin que Bella lo viera. La mujer abrió los ojos y asintió, comprendiendo. Se volvió hacia Bella y le hizo el mismo gesto. Ella frunció las cejas dubitativa, pero asintió indicándole que le seguiría el juego.

—Tu abuela acaba de regalarnos una luna de miel —le dijo a Bella—. Era una sorpresa.

—¿Una luna de miel? —Bella se apoyó contra la puerta, pálida. Su mirada estaba cargada de preguntas, pero él tuvo que ignorarlas. Ya se inventaría alguna explicación.

Marie le siguió rápidamente.

—Sí. Como os he privado de una boda de verdad, os quiero regalar una luna de miel para resarciros un poco. Os encantará el sitio.

—¿Dónde es? —preguntó Bella. Enviándole a Edward mensajes desesperados con la mirada.

Marie abrió la boca sin saber muy bien qué iba a decir, pero Edward salió en su ayuda.

—Es una cabaña en la montaña —le dijo a Bella—. Marie ya me ha contado los detalles y suena maravilloso. Unas vistas estupendas.

—Con un jacuzzi —añadió la anciana y Edward tuvo que incluirlo en su lista mental. Ya se las podía arreglar para encontrar ese lugar. Y pronto, antes de que Bella encontrara la forma de escabullirse de todo aquello.

—Salimos el sábado por la mañana —dijo él.

—Entiendo —Bella meneó la cabeza—. Pero yo no puedo marcharme sin avisar en la oficina. Es imposible.

—Sólo es un fin de semana largo; sólo necesitas un día. Marie ya ha llamado a tu jefe —mintió él sabiendo que tendría que llamar rápidamente a Liam para arreglar aquello—. No ha puesto ninguna objeción a que te pidas el lunes y le encantó enterarse de que te habías casado.

—¿Has llamado a mi jefe? —preguntó Bella atónita—. Abuela…

—No sabía que te habías casado —le dijo la mujer encantada—. Debe estar ciego para no haberse dado cuenta de tu anillo.

—No lo veo mucho —murmuró Bella. Sus ojos le suplicaban a Edward que hiciera algo, pero él sólo se encogió de hombros.

Bella caminó hacia la cama de su abuela y la tomó de la mano.

—Abuela, no vamos a dejarte sola en las condiciones en las que estás.

—Mi condición es buena —dijo la abuela y Edward se acordó de lo mal que se había sentido Bella al pensar que su abuela se iba a morir.

—Pensé que te estabas muriendo —le dijo él.

—¡Edward! —lo regañó Bella.

Marie parecía menos ofendida que la chica.

—Bueno. Te prometo que no me moriré hoy, no te preocupes.

—Abuela. No pienso dejarte sola —insistió Bella con firmeza.

—Las chicas se van a quedar conmigo mientras estáis fuera —le informó la anciana—. Las tres. Vamos a quedarnos jugando hasta altas horas de la noche. No te puedes ni imaginar lo poco que dormimos las mujeres de más de ochenta. Vete a tu luna de miel, Bella, y disfrútala.

—Abuela, realmente agradezco tu gesto… pero… —miró a Edward—. ¿Podemos hablar tú y yo un minuto? —salió de la habitación sin esperar una respuesta.

Edward se giró para mirar a Marie y le guiñó un ojo antes de salir de la habitación.

Bella estaba esperándolo en la cocina con los brazos en jarra.

—Teníamos que habérselo dicho. ¿Por qué no me has dejado? Primero, tengo que hacer con que me caso contigo y, ahora, con que nos vamos de luna de miel.

—¿Por qué no? Podría ser divertido.

Ella lo miró atónita.

—Encuentras todo esto muy divertido, ¿verdad, Edward?

—Es que, es muy divertido.

Edward lograba sacarla de quicio. ¿Es que a él no le dolía todo aquello? Para ella era una verdadera agonía.

Edward, no podemos continuar con esto. En algún momento tendremos que contarle la verdad. Y éste es tan bueno como cualquier otro. Por favor, tómatelo en serio.

—¿Me estoy riendo?

No, no se estaba riendo Ya no.

—No —se volvió hacia un armario y sacó el tarro de café—. Esto se nos está y de las manos. Vamos a decírselo.

Edward se sentó en una silla.

—No. Tengo una idea mejor sobre cómo explicárselo.

—Soy toda oídos. Será mejor que sea buena.

—Nos iremos de luna de miel; al menos, así estaremos unos días en paz, sin Marie empujándonos para que estemos juntos. Quizá, mientras estemos lejos, se nos ocurra alguna solución mágica. Si no… —tomó aliento antes de continuar—. Si al final del fin de semana decidimos que no hay solución, le diremos a todos que nuestro matrimonio fue un error y que vamos a divorciarnos.

—¿Por qué un divorcio? ¿Por qué no decirle a todos la verdad?

—La verdad haría quedar a Marie como una tonta. Y si ahora vamos con la historia del divorcio sonaría demasiado pronto —se encogió de hombros—. Pero, después de una luna de miel, después de unos días de estar solos… Seguro que un montón de parejas se dan cuenta en su luna de miel de que no pueden so portarse.

Bella lo miró fijamente, mordiéndose el labio inferior.

—Quizá así sea más fácil para todos. Romperemos de manera amistosa y, después, no tendremos que volver a vernos.

—Bien.

Eso no iba a suceder, se prometió a sí mismo. Convencería a Bella de que tenían un futuro juntos. Todavía tenía que contarle que su reputación había quedado limpia, pero, eso tendría que esperar. Primero, tenía que convertir su luna de miel fingida en una de verdad. No podía perder aquella oportunidad. Después, la verdad saldría a la luz.

Un fin de semana… una oportunidad para recuperar lo que habían perdido. Él lograría que funcionara.

Bella lo miró con determinación. Obviamente, sus metas no eran las mismas que las de él.

—Genial, ¿cuándo no marchamos en nuestra luna de hiel?



5 comentarios:

  1. Que bueno que la reputación de Bella fué redimida.

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  2. Parece que Edward y Marie ahora están confabulados... y Edward de verdad la quiere!!! :D
    Solo espero que logre que Bella vuelva con él, y se puedan casar de verdad!!!
    Besos gigantes!!!!
    XOXO

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  3. Si Marie no es tonta es más lista que ellos dos
    Que bien que quedó limpia su reputación de bella

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  4. Jaajajaja, lo sabía!!!Las abuelas son cosa seria y más ahora que tiene un aliado XD

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