Capítulo 3 / Mentiras y Rumores






 Jasper Cullen era un hombre alto, delgado, rubio, con un cuerpo mag­nífico y ojos penetrantes. Aunque no hubiera sido guapo, su presencia física era más que sufi­ciente para hacerlo atractivo, a lo que debía añadirse su profunda voz, cuya suavidad ligeramente aterciopelada no desaparecía nunca, aunque estuviera enfadado. Pero también era el hombre más frío que había conocido nunca, sobre todo lo relativo a las mujeres. Recordó que en funeral de su padre se había alejado de una hermosa joven para evitar su contacto; algo bastante extraño si se tenía en cuenta que siempre había sido muy mujeriego.

De no haber sido porque se enamoró de Edward Masen, seguramente, habría intentado algo con Jasper, por intimidatorio que le pareciera.

Pero de todas formas, estaba hecho para otro tipo de mujer. Para Alice, tal vez.

El día de nochebuena apareció tal y como había prometido, con una pipa de regalo para su padre. Isabella lo encontró en el porche minu­tos más tarde:

—Deberías avergonzarte por haberle regalado una pipa —murmuró.

—Se recuperará de la bronquitis. Además, sabes que no dejará de fumar en ningún caso. Hemos intentado convencerlo durante muchos años sin éxito.

—Lo sé. Ha sido un detalle muy bonito por tu parte.

— ¿Quieres ver lo que me ha regalado a mí? —preguntó.

Entonces sacó un encendedor plateado, con la parte superior de color turquesa.

—No sabía que fumaras.

—Y no fumo. Bueno, de vez en cuando fumaba algún puro que otro —corrigió—. Pero lo dejé hace unos meses. No lo sabe, y he preferido no decírselo.

—En tal caso, yo tampoco se lo diré —dijo con tono de aprobación.

Jasper se encogió de hombros y la miró con ojos entrecerrados.

—No tengo nada contra el tabaco. Aunque algunos fumadores son algo exagerados. Conoz­co a uno especialmente empedernido.

Isabella supo de inmediato que estaba hablan­do sobre Edward, que siempre había fumado puros, y que, con toda probabilidad, continuaba haciéndolo.

—No lo digas —le advirtió.

—No lo haré. Parece molestarte.

—Han pasado nueve años.

—Alguien debió pegarle un tiro por la forma que tuvo de tratarte —espetó—. Nunca me ha gustado, y, desde luego, aquel asunto no mejoró nuestra relación. Quería mucho a mi padre. Rosalie se comportó con una bajeza absoluta al hacerle creer que había alguna relación entre Carlisle y tú.

—Siempre había estado enamorada de Edward.

—Y lo consiguió. Pero debo decirte que Edward la hizo pagar por sus mentiras. Al final, empezó a beber. Él nunca estaba en casa, y odiaba a su hija.

— ¿Por qué? —preguntó, asombrada—. Sé que a Edward le gustan los niños.

—Rosalie lo atrapó con esa niña. De no haber sido por ella, la habría abandonado. ¿Crees que no sabe lo estúpido que fue? Sabe la verdad, casi desde el día de su boda.

—Pero permaneció con su esposa.

—Tenía que hacerlo. Estaba intentando que su rancho funcionara, y ésta es una localidad pequeña. No podía abandonar a su esposa estan­do embarazada —declaró, apretando los labios—. Te odia, ¿lo sabías? Te odia por no haberlo obli­gado a escucharte, por haber huido. Te culpa por todo lo que le ha sucedido.

— ¿Cómo es posible que sepas tantas cosas sobre él, si es tu peor enemigo? —preguntó.

—Tengo mis espías — suspiró—. No es capaz de reconocer que fue él quien cometió el error, al no creer que Rosalie fuera capaz de mentir. No supo que lo había engañado hasta después de la boda. En realidad, no era tan mala mujer. Estaba enamorada y no podía soportar la idea de perderlo, aunque fuera contigo. El amor hace que algunas personas hagan locuras.

—Destruyó mi reputación y la de tu padre. Tuve que marcharme de mi propia casa —dijo sin sentir piedad alguna—. Era mi enemiga y sigue siéndolo. No creas que albergo ningún buen sentimiento hacia Edward. Si pudiera, le cortaría el cuello a la primera oportunidad. Jasper arqueó las cejas. Isabella era una mujer muy tranquila casi siempre, excepción hecha de algunas salidas de tono ocasionales que sorprendían a la gente. No era vengativa, pero comprendía que albergara tales sentimientos hacia la mujer que había sido su mejor amiga. No podía culparla por ello.

— ¿Cómo está Alice? —preguntó, jugueteando con el mechero.

—Intentando arreglárselas con sus novios —sonrió, con ojos brillantes—. Tenía cuatro cuan­do la dejé.

Jasper rió con frialdad.

—No me sorprende. Un hombre nunca fue suficiente para ella, ni siquiera cuando era una quinceañera.

Su antagonismo hacia su hermanastra la sor­prendió. Parecía fuera de lugar.

— ¿Por qué la odias tanto? —preguntó. Jasper la miró, sorprendido.

— ¿Odiarla? Yo no la odio. Me decepciona su comportamiento, eso es todo.

—No es nada promiscua. Puede que le guste dar esa imagen, pero no lo es. ¿No lo sabías?

—Puede que sepa más cosas de las que crees —contestó, mirando su encendedor—. Tal vez seas tú la que no ve ciertas cosas.

—O puede que tú veas sólo lo que quieres ver —espetó con delicadeza.

Jasper se metió el mechero en el bolsillo.

—Será mejor que me vaya. Tengo que firmar un contrato, y no quiero perder el cliente.

—Gracias por venir a ver a mi padre. Lo has animado mucho.

—Es mi amigo —sonrió—. Y tú también, aun­que metas las narices donde no deberías.

—Alice es amiga mía.

—Bueno, yo no puedo decir lo mismo. Feliz Navidad, Bella.

—Feliz Navidad —sonrió con calidez.

Jasper era un hombre encantador, a su modo. Le caía muy bien, pero lo sentía por Alice. A menos que se equivocara, su amiga estaba enamorada de él; en cuanto a los sen­timientos de su hermanastro, no tenía idea de si aquel amor era recíproco.

Cuando se marchó, regresó con su padre. Estaba en la cocina, haciendo chocolate caliente. Al oírla entrar, se volvió para mirarla.

— ¿Se ha marchado?

—Sí. ¿Puedo ayudarte?

Charlie negó con la cabeza. Sirvió el chocolate en dos tazas e hizo un gesto para que se sentara mientras llenaba la cacerola de agua para que los restos no se pegaran.

—Me ha regalado una pipa —dijo, tomando asiento—. No he tenido corazón para decirle que he dejado de fumar.

— ¡Papá! —exclamó, alegre—. Es una noticia maravillosa. 

Su padre rió.

—Supuse que te alegrarías. Puede que a partir de ahora no tenga tantos problemas pulmonares.

—Hablando de pulmones, sé que le has rega­lado un mechero a Jasper. ¿Y sabes una cosa? No se ha atrevido a decirte que había dejado de fumar.

Charlie estalló en una carcajada.

—Bueno, podrá utilizarlo para encender hogueras o para hacer barbacoas en su rancho.

—Buena idea. Se lo diré la próxima vez que lo vea.

—Pues ya puedes esperar. Viaja mucho últi­mamente. No lo veo casi nunca —comentó, mirándola fijamente—. Por cierto, Edward estuvo aquí la semana pasada.

Isabella sintió una punzada en el corazón, aunque su expresión no varió.

— ¿Para qué?

—Había oído que estaba enfermo y quería pre­guntar por mi salud. También quería saber dónde estabas.

— ¿Sí? —preguntó, helada.

—Le dije que tú no sabías lo de mi bronquitis y que se metiera en sus propios asuntos.

—Ya veo.

Charlie tomó un trago de su chocolate caliente.

—Iba con su hija. Una chica preciosa y muy callada. Ni siquiera se movió. Se limitó a
sentarse y a mirarnos. Se parece muchísimo a su madre.

Isabella miró su taza, furiosa. La hija de aque­lla mujer había estado allí, en su hogar, con el hombre del que había estado enamorada. La idea le parecía insoportable, casi una violación.

—Pareces triste —dijo su padre—. Supuse que no te gustaría, pero pensé que era mejor que lo supieras. Dijo que vendría de nuevo después de navidad, para ver qué tal estaba. Y debía advertírtelo, aunque no lo invité. De hecho, me sorprendió que viniera a visitarme. Desde luego, tenía mucho cariño a tu madre. Le dolió que el escándalo la afectara tanto como para causar su primer ataque al corazón —añadió—. En cual­quier caso, parece que ha decidido convertirse en mi ángel de la guarda. Hasta envió al médico cuando me puse enfermo, conspirando con la señora Clearwater a mis espaldas.

Parecía disgustarle aquel asunto, pero sonrió de todas formas.

—Fue un bonito detalle por su parte —declaró su hija, aunque las acciones de Edward le sor­prendían—. Pero gracias por advertírmelo. Si aparece por aquí, me las arreglaré para tener que hacer algo en la cocina.

—Ya han pasado nueve años —le recordó.

—Y crees que debería haberlo olvidado. Eres muy comprensivo con las personas, papá. Per­donas a los demás con demasiada facilidad. Antes de que sucediera todo aquello, yo también era así. Puede que debiera ser más comprensiva, pero no puedo serlo. Edward y Rosalie convirtieron  mi vida en un infierno.

—Pero en todo este tiempo no has salido con nadie más. No has tenido vida social, ni citas. Vas a convertirte en una vieja solitaria, sin mari­do o compañero, sin hijos, sin ninguna seguridad emocional.

—Me gusta estar sola —dijo con tranquilidad—. Y no quiero tener hijos.

En realidad era mentira, aunque sólo parcial­mente. Sólo quería tener hijos con Edward. No quería tenerlos con nadie más.



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